Acababa de levantarse, la gripe la había sumido
durante quince días en un abandono total, su cuerpo –castigado por las
medicinas- no podía sujetarse de pies, por todo ello, se comprometió con
sus recuerdos, imbuyéndose en un pasado de dolor… No sabía cuando había
recibido la carta de la mesilla, quizás el cartero la había llevado el
día anterior, no estaba claro… ni siquiera le había dado tiempo para
poder ver el remite; sabía que el sello era de su ciudad, observó esos
rasgos tan conocidos tiempo atrás -hace años- cuando se le había
declarado.
Ahora todo era diferente, estaba postrada en la cama;
él en otro hogar, con otra mujer, con la vida resuelta lejos de ella. Se
preguntó muchas veces si se acordaría de aquellos momentos, si vibraría
con sus pensamientos como le ocurría a ella cuando estaba sola en la
penumbra… Se abrazaba en silencio, notaba su aliento penetrar en su
cuello, rodear su cuerpo de las ramas del árbol que la protegían…
Aquello la turbaba en sobremanera, de tal forma, que se sobrecogió con
sus recuerdos. Una ráfaga de aire penetró en la habitación, su cuerpo se
estremeció con el frío de la mañana, su piel se erizó, su muselina se
levantó al contacto del aire…
Habían transcurrido cuatro años desde la última vez
que se encontraron. Era un día nublado -en la Universidad- cuando un
montón de estudiantes deambulaban por los pasillos de tantos años de
historia y rodeados de “vítores”. Llegó a Salamanca un día que la
luz no estaba todo lo espléndida que debiera, buscó el Departamento de
Geografía… bajó las oscuras escaleras que la encaminaban a un largo y
estrecho pasillo que estremecía sus pensamientos. Al final y a la
derecha, el Departamento…
con estanterías repletas de libros y revistas… fue
buscando a un profesor… le esperó largo tiempo, hasta que llegó la hora
de cerrar… Entonces… había subido lentamente las escaleras que le
llevaban al patio de Anaya… observó una figura familiar que se acercó a
saludarla y, desde ese momento, no le había vuelto a ver.
Volvió a la realidad con el sonido de las gotas de
lluvia golpeando los cristales de la ventana. Recordó otro lugar lejano,
un lugar donde el tranvía peina la ciudad, se remonta hacia lo alto de
la colina, encaminándose al castillo de San Jorge, ciudad melancólica de
luz y lluvia a sus pies. El río Tajo lamía sus cimientos -antaño
zarandeados por un seísmo- y que hoy duermen en la cuna de la tierra.
Se encontraba aquella tarde paseando por la Plaza del
Comercio, deambulando como cientos de turistas cada día, cuando se
sintió mareada. La plaza le daba vueltas en la cabeza, el tranvía se
acercaba lentamente, como espía que teme ser descubierto… ocultó el
rostro entre las manos, rompió su serenidad con un temblor de manos y un
laberinto de recuerdos.
Comenzó a andar hacia una avenida que bordeada el
río, buscando entre los transeúntes un rostro amable, un testigo
desconocido… Se introdujo en las venas de Alfama, donde unas casas
blancas, unas calles estrechas y un fuerte olor a pescado la hicieron
sobresaltar. A cada lado de la estrecha calle, los puestos de pescado
mostraban la mercancía, las gentes de la ciudad miraban y preguntaban
los precios, ella se limitaba a observar.
Al fondo, una calle empinada y oscura, donde una
vieja miraba desde la ventana el deambular del mundo. Aquel barrio que
tenía fama de peligroso le había preocupado, pero era más la fuerza de
atracción que el temor a ser robada.
Unos niños jugaban en el recodo de una plaza, las
mujeres a esa hora, comentaban los últimos incidentes y otras -las más
jóvenes- llevaban su ropa al lavadero comunitario, herencia de
antepasados judíos. Hasta ese momento no se había preguntaba sobre sí
misma, sobre su viaje en solitario, sobre sus sentimientos…
Una música lejana le atrajo poco a poco, era una
música triste, como si un instrumento llorase de amor… Eran fados,
homenajes supremos al amor y al desamor, al ímpetu y a la serenidad… un
canto espiritual a la muerte del cisne.
La tarde comenzaba a caer en la ciudad, las sombras
se iban adueñando de la noche, el silencio le cubría de luto… y sentada
en una mesa del café, se debatía entre alcohol y fados. El frío mármol
soportaba el peso de su cuerpo, el morado elemento del dios Baco –con
catorce grados- le ascendía en un supersónico ascensor de imagen y
sonido, dueño de la modernidad…
II
Amanecía en Lisboa. Sentada en la mesa de un café una
mujer dormía serenamente. El mármol recorrió con su frialdad la piel de
esa mujer, que perezosa y dulcemente se fue incorporando a ese mundo que
vibraba de vida… era el despertar de Alfama. Nadie se había atrevido a
llamarla, nadie quiso interrumpir su serenidad. Se levantó con una
parsimonia meditada, como si quisiera sentir como sus músculos se
despertaban, todo su interior despejándose del alcohol ingerido el día
anterior. En un estrecho lavabo, desvencijado, se lavó y atusó sus
cabellos, decidiendo en un segundo que debería salir a pasear.
Dio
una vuelta por las callejuelas de Alfama, esos recodos que a cada paso
parecían querer descubrir nuevas sorpresas a la mente de esta mujer.
Subió a un funicular que hacía el trayecto hacia la parte baja de la
ciudad, con la quietud que tiene alguien a quien la noche dejó envuelta
en fados y recuerdos… El funicular se puso en marcha. Junto a ella, unas
mujeres lisboetas miraban su dejadez, su pálido rostro, su mirada de
ausencias… Ella se había limitado a ver los tejados de este barrio, los
balcones donde la ropa daba señales de estar habitado, las fachadas
-algunas desconchadas-,… Los sonidos suaves de la emisora de la ciudad
penetraban en su mundo envolviéndola. Cuando paró esta “máquina-guía de
turismo”, comenzó a deambular por esas plazuelas, calles rectas,…
contrastando con Alfama.
Atrás quedaba en su caminar el barrio con sus
ensortijadas calles, el castillo de San Jorge de torres cuadradas -ayer
visigodo- y hoy mudo testigo del devenir de los tiempos. Desde él había
podido ver la ciudad a sus pies, y a la izquierda, desde el mirador, la
plaza del Comercio donde la gente parecían hormigas caminando al
trabajo; y al fondo, los edificios con los que el arquitecto Tavoada
daba su toque de modernidad.
Ahora estaba en la Lisboa señorial, cuyo plano
parecía cortado por un tiralíneas que abría sus dedos a cantidad de
plazas: del Comercio, del Rocío, Marqués de Pombal…
- La ciudad de Pessoa (musitó), cantando a su amada.
Volvió a la plaza del Comercio. La luz tenía una
intensidad casi suprema, desde donde se adivinaba la imagen de Cristo
Rey al otro lado del río, subido en una gran mole de hormigón, que con
sus brazos extendidos parecía querer proteger a la ciudad. Para llegar
allí, debía cruzar el puente de Salazar o del veinticinco de abril…
puente colgante, que fue un día el mayor de Europa y, que con sus
férreos brazos, unía Lisboa con la otra orilla. Bajo él, multitud de
fragatas y algún barco de recreo, le hacía recordar que estaba cerca del
mar.
El mar… siempre se había sentido enamorada del mar.
Cuando estaba en casa y en silencio, recordaba el mar, era como si
quisiera fundirse con él eternamente, para no volver a despertar. Era
una sensación especial la que producía su recuerdo… el sonido de una
caracola, el despertar al sonido de la música de Debussy, que en su
impresionismo, plasmaba toda la fuerza varonil del mar.
El mar… la mar, amante suyo y de los marineros,
varonil y femenino, repleto de sirenas y misterio. Infancia y futuro,
vértigo y sosiego, tormenta y cadencia, virtud y pecado, muerte y
sortilegio,… eso era para ella el mar.
Cuando era pequeña le gustaba pasear descalza por una
playa desierta y acercarse a las rocas que lamidas por las olas
admiraban su majestuosidad. El agua salada iba horadando la piel de las
rocas que habitaban el acantilado… se asomaba desde allí para ver la
patria del dios Neptuno. Pensaba que quizás su carro fuese llevado por
caballitos de mar, adornado de perlas que las humildes ostras -súbditas
leales- le regalaban… siempre tenía el mismo sueño… sueño que le había
perseguido durante su vida.
Ya de mayor, había querido imitar a una poetisa
argentina hundiéndose poco a poco en el mar, rodeada de espuma, con una
túnica de seda blanca y una corona de orquídeas… ése era su más íntimo
secreto.
El olor del mar la despertó de sus remembranzas. Por
ello, decidió seguir en su vagar en la ciudad del recuerdo, marchando
hacia la iglesia de los Jerónimos -ejemplo del arte manuelino- donde
multitud de sogas forman un lazo de amistad. Frente al monasterio, unos
jardines le daban la bienvenida y un enorme monumento -homenaje a los
descubridores- era el centro de su hoy. Al frente de la comitiva,
Enrique el Navegante, como si la proa del barco no se balancease en
medio de las olas. Su rosa de los vientos -a popa- era un enorme mosaico
geométrico, todo ello la envolvía de una forma melancólica, rodeada de
cartas marinas y un sextante. Era como meterse en un libro de historia
en pleno siglo veinte.
No sabía como había llegado a una pequeña estación de
ferrocarril. Preguntó los lugares a donde se dirigían los trenes, y oyó
un nombre que le llenó plenamente, con una musicalidad absoluta… Cascais.
Decidió subir a ese pequeño tren, una pareja de enamorados se sentaron
frente a ella… su mente marchaba con el traqueteo de este tren de vía
estrecha, era como encogerse en un mundo íntimo desde donde se podía
observar el mar a su paso por Estoril. Un poco más allá, un castillo
-salido de un cuento de hadas- le anunciaba su llegada a Cascais. Eran
callejas multicolores, con algunos edificios modernos, cuyas puertas
abrían unos ventanucos. Las estrechas calles del pueblo se contradecían
con la majestuosidad del Museo del Conde de Castro Guimaraes. Un puente
de piedra, con un solo ojo, era la entrada que tenía el agua hacia el
museo.
Siguió paseando buscando
la Boca do Inferno, esa entrada del mar en la tierra, donde una enorme
ola hace años, arrastró a una estudiante de Salamanca para hacerla novia
de Neptuno. Las olas rompían su piel en las calizas del acantilado, en
pleno lapiaz,… como si multitud de surcos de un arado erosivo sembrasen
de sal un encuentro. Desde el mirador inferior, un grupo de personas
admiraban el rugir del mar al introducirse en la Boca do Inferno, al
romper su seda de espuma en la roca de un recuerdo… Cascais era un
sonido de contrabajos en un atardecer de dorados reflejos marinos…
un sentir de sirenas. Quizás la joven salmantina era una sirena, que con
su canto, intentaba atrapar a los turistas que se asomaban al mirador.
III
Ya de vuelta a la melancólica ciudad del amor… se fue
reencontrando con su pasado, con su morir de espejos donde aceros de
nieblas horadan la noche de un jadear de olas, de un devenir en el
tablero de ajedrez que a sus pies se extendía.
Eran las doce de la noche, hora en que la cenicienta
debía regresar al hotel… A su paso, multitud de jóvenes -hombres y
mujeres- vendían en las aceras su cuerpo al mejor postor. No sabría
distinguir a veces algún travestí de una mujer. Eran los amantes de la
noche en la avenida de la Libertad, cercana a la plaza Marqués de Pombal.
Los negros cisnes de la avenida dormían ajenos ante los vecinos
nocturnos que se rifaban el espacio y apostaban por una noche de placer.
IV
La lluvia golpeó los cristales de las ventanas…
volvió a la realidad del momento, se vio de nuevo envuelta en la fiebre
que le hizo recordar su pasado viaje a Lisboa. Observó la habitación… la
lluvia no cesaba… miró el reloj y se dio cuenta que habían pasado tres
horas desde que vio el sobre en la mesilla. La fiebre le iba bajando
poco a poco… Decidió abrir la carta que dormía en la mesilla.
Con su mano izquierda, cogió el sobre que esperaba
ser abierto desde hace tiempo. Lo miró temblorosa. No sabía si quería o
no conocer el mensaje escrito. Su curiosidad era extrema y, decidió leer
la carta:
“Mi amor: Cada momento que pasa no hago más que
pensar en ti, aquellas tardes que juntos pasamos… momentos de amor,
momentos irrepetibles que cada noche me hacen estremecer…”
Iba mascullando las palabras una a una,
leyó la carta varias veces, como queriendo introducirse en cada renglón.
Siempre había pensado que le había olvidado, que no era para él más que
un vago recuerdo. Ahora la realidad le indicaba que todo era falso, que
el destino les había jugado una mala pasada, que sus mentes seguían
unidas, aunque no sus cuerpos,… Pasaban las horas pensando el uno en el
otro, sintiendo su piel junto a la de su amor, acariciar su rostro el
frío de la mañana…
Aquella carta le respondió a tantas
preguntas hechas a la noche y a su soledad… Le dio alas para salir de la
cama y volver a caminar por la ciudad en busca de su pasado en presente,
a reencontrarse con sí misma y su hoy…