Los gallos cantaban alegres en el
corral y las gallinas picoteaban la hierba en busca de alguna tierna
lombriz. Había amanecido un nuevo y luminoso día de primavera. Debía
levantarme. Se estaba tan bien en aquella pequeña cama, pero el desayuno
y la escuela me estaban esperando como cada día.
El primero humeante, en aquel tazón de
porcelana, el pan tostado al fuego de la lumbre. Todo desaparecería en
unos minutos.
Y la escuela… ¡ay, la escuela!, con
sus desgastados escalones de ladrillo, que el tiempo había redondeado y
aquel porche que empapado de canciones y juegos siempre prestaba sus
esquinas para soñar.
La escuela era pequeña, pero muy
luminosa. Las ventanas dejaban entrar el sol y las plantas agradecidas
empezaban a florecer una vez más. Los pupitres colocados en tres filas:
la de las pequeñas, medianas y mayores. Estaban a cual más limpios y
refregados con fina arena, ¡que trabajo costaba! Era el castigo después
de algún borrón de oscura tinta, derramada sin malicia, pues los blancos
tinteros de loza temblaban al más leve descuido y eran la causa de los
castigos más frecuentes.
Que emocionante era preparar la leche
en polvo a media mañana, repartirla en fila y por turnos; llevar a casa
una vez a la semana para nuestra familia, la que sobraba, en aquel
talego de cuadros verdes y por el camino ver quien aguantaba a comer más
puñados.
La leñera repleta de gavillas
apiladas, dispuestas a quemarse entre quejidos en la estufa envejecida
por el tiempo, pero bondadosa y feliz de sentir a los niños a su lado
corear la tabla una y otra vez y en las tardes de costura era el centro
de aquel corro de sillas.
Las sillas de la ilusión, así las
llamábamos. Se nos había ocurrido escribir a Barcelona y una casa
comercial de gran renombre nos había regalado muchas sillas, muchos
chicles, y el viaje para las chicas mayores, fue estupendo.
Llegaría de nuevo el mes de mayo. Los
mozos pondrían en el centro de la plaza, aquel mayo, costumbre de los
enamorados, y en la escuela haríamos un altar a la Virgen, lleno de
flores: lirios, violetas, rosas silvestres y hasta majuelas. Los
versos se decían cada tarde, siempre de carrerilla, para no perder
estrofa, los habíamos prendido con alfileres. Así aprendíamos casi todo.
A las cinco de la tarde, como
fierecillas, regresábamos a casa en busca del pan con chocolate, del pan
con vino y azúcar o con tocino sobrante del cocido, manjar celestial.
Con la merienda y la lechera corría en busca de la leche. Siempre me
habían impresionado aquellas vacas que Ninín cuidaba con esmero, venían
del campo y ahora atadas a sus pesebres, lamían grandes bolas de sal,
esperando a ser ordeñadas. Aquello era un espectáculo. De vez en cuando
las manos del que ordeñaba se desviaban intencionadamente hacia nosotros
para mojarnos con aquella tibia nieve.
Al final de la tarde llegaba lo más
emocionante: la hora de ir a jugar con los hijos del boticario y en vez
de salir a la calle nos quedábamos en aquella pequeña rebotica, llena de
frascos de colores, hierbas, matraces y alambiques. Mí imaginación
volaba, y en vez de jugar al escondite, pensaba en lo bueno que seria
fabricar píldoras de colores en aquel gran pildorero: verdes para no
dejar nunca de soñar, azules para aprender a volar, amarillas para poder
patinar sobre el hielo de las caceras sin que se rompiese, blancas para
que no haya niños pobres ni tristes, rojas para que nieve siempre en
Navidad y color miel para que terminen todas las guerras de la tierra.
Siempre me volvía a la realidad la
llamada de mí madre para terminar los deberes, aquellas horribles
cuentas con decimales, cotidiano sufrimiento, ¡siempre me salen mal¡ ¡si
a mí lo que me gusta es pintar paisajes nevados en mis cuadernos, leer a
Gloria Fuertes y jugar a las princesas! ¡ah, y las sopas de leche con
mucha canela!.
Tenía muchas ganas de que llegase el
domingo, para ir con mí padre a pescar en la bici; lo pasábamos genial
en el embalse y luego mí madre preparaba grandes ollas de lucio
escabechado para todo el invierno.
Sonó el despertador hace rato y no
tengo más remedio que ir a trabajar. Han pasado más de veinte años y he
vuelto a tener el mismo sueño: después de un duro trabajo de
investigación, millones de píldoras han sido hechas para alegrar a la
humanidad, contra el cáncer, el Alzheimer, el VIH, el hambre, la guerra,
la contaminación, la falta de respeto por el medio ambiente, por
nuestros ríos y bosques y sobre todo por nuestros mayores que encierran
la sabiduría.
Que este sueño tan hermoso algún día
se haga realidad.