“Junto a este
valeroso capitán estava un cavallero, armado en blanco, y por las armas
sembradas muchas estrellas, y de la otra parte un rey con tres
flordelises en su escudo, delante del cual él rasgava ciertos papeles, y
un letrero dezía:
Soy Fonseca, cuya historia
en Europa es tan sabida
que, aunque se acabó la vida,
no se acaba la memoria.
Fui servidor de mi rey,
a mi patria tuve amor,
jamás dexé por temor
de guardar aquella ley
qu´el
siervo debe al señor.”
En el libro IV de la primera y más
importante novela pastoril de la literatura española, titulada
Los Siete Libros de Diana, escrita por el poeta portugués
Jorge de Montemayor y publicada en Valencia en 1558 (o
tal vez en 1559) se hace un retrato magnífico y mitificador de
este caballero toresano. La inclusión en tal lugar ya supone una
extraordinaria distinción, pues el escritor coloca a Don Antonio
de Fonseca a la altura de los mayores héroes y genios militares
de la historia de España. En efecto, en una galería pictórica el
poeta va repasando seis figuras ilustres, tres de evocación
medieval, entre históricas y legendarias, y otras tres de la
época de los Reyes Católicos, por tanto coetáneas o poco
anteriores al propio poeta y a la época en que escribe. Cada
figura es presentada en dos perspectivas, y todas ellas de forma
perfectamente uniforme y ordenada según un mismo esquema
compositivo (como exigían los cánones del Renacimiento). En
primer lugar describe en unas pocas líneas, en prosa, el escudo
de armas de cada uno de ellos, de forma esquemática y sin entrar
en detalles; posteriormente, cede la palabra a cada héroe, que,
en unos poco versos se presentan a sí mismos y nos narran lo
esencial de la gesta que les ha hecho inmortales en la memoria
de los pueblos. Esta segunda parte viene a constituir el lema
del escudo; los versos y estrofas de cada lema no son uniformes
(terceto, quintillas, cuartetos u octavas reales, según los
casos).
En primer lugar se evoca
las figuras y escudos de armas del Cid, reduciendo el lema a un
terceto de octosílabos, muy frecuentemente utilizado en la
heráldica para lemas, emblemas y
divisas.
Luego, nos presenta el personaje
del Conde Fernán González, y su divisa se desarrolla en una octava real.
En tercer lugar nos enfoca al mítico Bernardo del Carpio, el cual nos
evoca su hazaña de Roncesvalles en dos quintillas. Así pues, se ha
seleccionado a los héroes medievales más representativos, los más
mitificados por la leyenda y la literatura épica de los cantares de
gesta y el romancero viejo. Luego, estableciendo un equilibrio
paralelístico, tan del gusto del arte renacentista, el escritor
selecciona otros tres personajes de los inicios de la Edad Moderna,
Escudo de la familia Fonseca
más próximos a la historia y más conocidos
en sus gestas por los lectores del siglo XVI, por lo que ninguno
de ellos hace referencia concreta a sus hazañas, se limita a la
exaltación de su figura y de sus méritos en términos generales y
abstractos, como dando por sabidas sus historias. Se trata del
andaluz Gonzalo Fernández de Córdoba, general vencedor de Gaeta,
Garellano y Ceriñola, punta de lanza de la política de Fernando
el Católico en Italia y verdadero creador del ejército moderno
con los famosos “tercios”, por lo que fue conocido como “El Gran
Capitán”. Su lema se expone en dos redondillas. El quinto
personaje evocado es el caballero toresano don Antonio de
Fonseca y Ayala, en el que nos centraremos. En la descripción de
su escudo se alude a su enfrentamiento con el rey francés y se
hace poética referencia a las estrellas que distinguen el escudo
de la familia Fonseca, escudo que aún es visible en la heráldica
de algún palacio toresano, esto es, un escudo marcado por cinco
estrellas de gules sobre campo de oro.
Los versos del lema
resultan relativamente originales, pues en ellos se mezcla una
redondilla inicial y una quintilla final, ésta con rimas en aguda, lo
que le da una mayor contundencia rítmica, que refuerza el modelo de
caballero fiel, patriota y servidor a su rey, que es la virtud esencial
glosada en los versos. Finalmente, el tercer personaje del tríptico
moderno es el caballero valenciano Luis de Vilanova. La inclusión de
este último personaje, un noble de gran fortuna pero históricamente
irrelevante, tiene, sin duda, una motivación interesada, pues era el
padre de don Juan Castellá de Vilanova, Señor de las baronías de Bicorb
y Quesa, mecenas del escritor portugués y a quien dedica su libro;
caballero que expresa su lema heráldico en otra octava real. Por tanto,
si exceptuamos a este personaje incluido en el selecto grupo por las
razones materiales antedichas, hemos de concluir que don Antonio de
Fonseca se encuentra incluido en la nómina de los cinco personajes
históricos más importantes de nuestra historia y puesto a la altura de
los grandes mitos medievales y de su coetáneo Fernández de Córdoba, el
militar español más prestigioso de la etapa de los Reyes Católicos,
auténtico renovador de la técnica de la guerra y de la organización del
ejército de la Edad Moderna.
El lugar donde se inserta esta
alabanza y mitificación de don Antonio de Fonseca resulta significativo
y de gran trascendencia por la repercusión que tuvo en su época, pues se
trata de una de las novelas de mayor difusión de los Siglos de Oro. En
efecto, los Siete Libros de Diana, pese al estilo y ambientes
refinados y cultos, pese al artificio del disfraz pastoril y a lo que
tiene de convención literaria, conoció una extraordinaria popularidad,
incluso fue traducida muy pronto a lenguas como el alemán, el francés,
el italiano o el inglés, y en ese siglo llegó a alcanzar, sólo en
España, diecisiete ediciones, lo que da una idea de la importancia
literaria y de la gran influencia que tuvo esta obra en la sociedad
culta del siglo XVI y que marcó un modelo esencial (la temática
pastoril) en la literatura española del Renacimiento.
El argumento, en que se funden
la narración sentimental de amores cruzados entre varias parejas de
pastores y la descripción bucólica de la naturaleza, cayó en terreno
abonado y fue acogido por un público ávido y entusiasta, ya formado en
la cultura clásica y en la ideología neoplatónica. Una sociedad
cortesana y cultivada que encontraba en la emotividad y las sutilezas
del amor, así como en la sugerencia plástica de un mundo idealizado,
aunque con hondas raíces en la realidad, el ambiente preciso para la
imaginación y la ensoñación del espíritu, entre burgués y aristocrático,
de los nuevos tiempos. De la importancia de esta novela nos da una idea
lo que dice Cervantes en el famoso capítulo VI de El Quijote, en
que la salva de la hoguera: “...pues comenzamos por La Diana de
Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo
aquello que trata de la sabia Felicia y de el agua encantada, y casi
todos los versos mayores, y quédese en hora buena la prosa, y la honra
de ser primero en semejantes libros.” Es precisamente en el pasaje
que objeta el cura cervantino donde se incluye esta evocación de
Fonseca, ya que se alude a todos estos héroes como frescos pictóricos
que cubren las paredes del palacio de Felicia (llamado “templo de
Diana”) y que ilustran sobre los grandes momentos de la historia de
España (imitación de Virgilio en la evocación de escenas y héroes
esculpidas en el palacio de Dido, narradas en el Libro I de La Eneida,
así como de tantos palacios renacentistas que habían puesto de moda este
tipo de decoración con frescos y heráldica históricos).
El personaje de don Antonio
debió entrar en la corte que rodeaba a los Reyes Católicos cuando aún
era muy joven, y en ella ascendió, seguramente, a la sombra de sus
influyentes familiares. Protegido especialmente por don Alonso I de
Fonseca, el famoso arzobispo de Sevilla y mano derecha de la reina
Isabel desde antes de que fuese reina, siendo incluso el principal
valedor para que llegase un día a serlo (fue el muñidor del tratado de
los Toros de Guisando entre Isabel y su hermano el rey Enrique IV, donde
por vez primera se reconoció el derecho de la dama a ser la sucesora del
reino). Y, muerto el intrigante prelado en 1473, antes de la llegada al
trono de Isabel, debió de contar con el apoyo de don Rodrigo de Ulloa y
Herrera, Contador mayor de Castilla y Comendador de la Orden de
Santiago, y sin duda, gozó siempre de la colaboración y de la protección
de su hermanastro Juan Rodríguez de Fonseca el poderoso obispo de Burgos
que fundó y controló la casa de Contratación de Sevilla, al que en
alguna ocasión le llegó a crear no pocos quebraderos de cabeza.
Don Antonio de Fonseca y Ayala era hijo de
Fernando de Fonseca, Señor de Coca y Alaejos, y de su segunda
esposa, doña Teresa de Ayala. Siendo muy joven aún, participó en
la batalla de Toro en el bando isabelino, y años después se
distinguió en distintos hechos de armas, como en la Guerra de
Granada y en la defensa de Pamplona contra los franceses,
ocupando cargos militares de gran relevancia. Por fallecimiento
de su hermanastro Alonso de Fonseca, que era Señor de Coca y
Alaejos, heredó dicho señorío, siendo el tercer titular del
mismo, un señorío que él enriqueció y engrandeció. Además de sus
servicios militares, fue también un eficaz diplomático, por lo
que el rey Fernando lo envió como embajador real a distintas
misiones políticas especialmente complicadas, como la llevada a
cabo ante el rey francés Carlos VIII, de la que haremos especial
mención. Los cargos diplomáticos y administrativos de mayor
relevancia que ocupó fueron tan importantes como el de embajador
especial a Flandes (1495) de parte de los Reyes Católicos para
negociar la doble boda
Castillo de Coca (Segovia)
de
los príncipes Juan y Juana con los hijos del emperador Maximiliano,
Margarita y Felipe respectivamente; tras la viudez de Margarita fue
nombrado (en 1497) Mayordomo Mayor de esta princesa; posteriormente
pasaría a ser Camarero Mayor de Felipe el Hermoso; fue también
Testamentario de Isabel la Católica (su hermano Juan firmaría sólo como
testigo) y Contador Mayor de Castilla, cargo concedido ya por el
emperador Carlos V, que siguió confiando en sus servicios. Todo ello
prueba la gran confianza que en él tenían depositada los Reyes Católicos
y posteriormente el emperador Carlos.
Pero, sin duda, la empresa
diplomática que lo hizo más popular en su época es aquella a la que
aluden (vagamente, ya que la historia “es tan sabida”, que no
parece ser preciso recordarla) los versos de Montemayor, esto es, la
embajada que en el año de 1494 llevó a cabo, junto con don Juan de
Albión, ante Carlos VIII. Consideramos preciso recordar a los toresanos
de hoy aquellos hechos de la embajada ante el rey francés, embajada a la
que se alude en la evocación literaria y mitificadora de La Diana de
Montemayor a la que nos venimos refiriendo, pues, pese a las palabras
del poeta (“aunque se acabó la vida,/ no se acaba la memoria”)
parece que nuestra memoria ya la tiene muy olvidada.
Carlos VIII,
Rey de Francia
El Rey de Francia se había sentido molesto
ante las campañas de Gonzalo de Córdoba, que había controlado en
una brillante campaña militar todo el Sur de Italia,
convirtiendo el territorio en una especie de protectorado de
Fernando el Católico. El rey francés aspiraba también al dominio
del reino de Nápoles y Sicilia, por lo que, pese a la derrota y
a la firma de un acuerdo de paz en 1493, tan sólo un año después
y tras reorganizar sus fuerzas, emprendió una nueva campaña
italiana, que comenzó con la toma del puerto romano de Ostia
(dominio del papa español Alejandro VI), y se preparaba para la
invasión del Sur. Para detener ese nuevo enfrentamiento y
conminar al francés a la devolución del puerto de Ostia, envió
Fernando, directamente a Italia, al caballero toresano. Fue
recibido en audiencia Don Antonio por el propio rey y su corte
en Velletri. Carlos VIII no estaba dispuesto a volver atrás en
su campaña y con formalidades leguleyas de sus derechos sobre
Nápoles rechazó la conminación del embajador español, haciendo
caso omiso de los compromisos acordados en las capitulaciones de
paz firmadas el año anterior. Don Antonio era hombre de acción,
de carácter fuerte e irritable, y de resoluciones drásticas, más
propicio a las armas que a la intriga diplomática, por lo que,
exasperado por las ambigüedades con que el monarca francés
trataba de velar lo que era una flagrante traición a sus
compromisos, sin pensarlo dos veces, tomó el escrito del acuerdo y lo
rompió en pedazos que arrojó al suelo ante el propio monarca,
amenazándolo con la declaración de guerra sin cuartel por parte del Rey
Católico. Este acto de osadía y valor suponía un evidente
desprecio y una humillación al rey Carlos VIII; era además un acto
sorprendente y radical, un gesto sincero de enojo y de audacia, pero
también de cierta irresponsabilidad, puestoque no eran formas propias de
un diplomático, y además se encontraba en campo enemigo, por lo que bien
podía haberle costado la vida. Y eso pretendieron hacer los nobles
franceses que rodeaban a su señor. Pero fue el propio monarca, más
sorprendido que enojado, quien contuvo a sus caballeros. Sin duda, el
rey francés debió sentir una espontánea simpatía o curiosidad por la
sinceridad y el “primitivismo” de aquel personaje, y entre admirado y
atónito ante un hombre tan valeroso y tan auténtico, evitó cualquier
violencia sobre el curioso diplomático de tan drásticas y heterodoxas
fórmulas.
Ese gesto de ira espontánea y de
arrojo del embajador español causó tanto asombro, extrañeza y admiración
en una corte donde el ceremonial y el protocolo eran absolutamente
rígidos, casi sagrados, que don Antonio de Fonseca se hizo desde
entonces muy popular, y fueron varios los historiadores de la época que
relatan con detalle esta curiosa embajada. Tal vez el testimonio más
inmediato sea la narración de Fernández de Oviedo en Las
Quinquagenas de la nobleza de España, que respalda su relato con la
afirmación de que se trata de una información directa del propio
Fonseca. Cuenta este historiador que, tras las excusas de Carlos VIII,
don Antonio amenazó, en nombre de su rey, con que si los franceses no
abandonaban Ostia y desistían de su ofensiva contra el reino de Nápoles,
los Reyes Católicos romperían el acuerdo de paz y declararían de nuevo
una guerra abierta contra Francia; entonces, el monarca francés
respondió que los Reyes Católicos se cuidarían mucho de atreverse a
declararle la guerra rompiendo las capitulaciones, pues llevaban las de
perder. Ante esa respuesta cínica y orgullosa, el caballero toresano,
irritado, respondió: “Pues mirad en qué los tienen vuestros
capítulos, e pues vos contra ellos vais, catadlos aquí rasgados”. E
diziendo e haziendo los rasgó en su presencia e dixo: “El Rey e Reina,
mis señores, os harán la guerra e defenderán su justicia e la de sus
amigos”.
Un gesto puntual y heroico basta
a veces para alzar un mito, y este rasgo de valor y de orgullo fue
tomado como emblema de conducta noble y de defensa de los intereses
españoles, y no cabe duda de que es la hazaña que le dio renombre e hizo
inmortal su figura, oscureciendo otras gestiones y trabajos de mucha
mayor trascendencia, llevados a cabo por el mismo personaje.
Parece evidente que el carácter
irascible y violento, o al menos soberbio, del caballero toresano era
más propicio para la vida militar que para la diplomacia, cargos que,
como estamos viendo, fue alternando o simultaneando a lo largo de su
vida. En el campo de la milicia, el puesto más sobresaliente y el
acontecimiento más sombrío de su vida política se produjo en su
actuación en la guerra Comunera. Embarcado el rey Carlos en La Coruña
para una larga ausencia con la intención de hacerse nombrar emperador
de Alemania y Austria, nuestro Antonio de Fonseca fue nombrado en 1520
Capitán General del ejército real. Al estallar las Comunidades en
Segovia, acude Don Antonio a sofocar la rebelión, para lo que solicita
la artillería de Medina del Campo. Al negarse la ciudad a entregarla no
duda en incendiar la ciudad de las ferias ocasionando un terrible
desastre y pérdidas millonarias. Ese hecho fue además un mal negocio
para las armas reales, pues supuso el detonante para que muchas otras
ciudades dubitativas se uniesen a la rebelión comunera, y la
animadversión hacia los Fonsecas se generalizó, arrastrando no sólo a
don Antonio, principal responsable, sino a su hermano el obispo de
Burgos, que hubo de retirarse de la vida pública temporalmente (había
intentado interceder ante los medinenses para que le entregasen las
armas pacíficamente, tratando de evitar el ataque de su irascible
hermano). Los comuneros, en represalia contra ese incendio, quemarán sus
palacios de Toro y Valladolid y atacarán el hermoso castillo-palacio de
Coca, del que era dueño don Antonio. Nuestro personaje tuvo que huir a
Flandes, tierra que conocía bien por sus varias gestiones diplomáticas.
Regresaría con el ya emperador Carlos y, apagado el fuego de las
Comunidades, recuperaría los cargos de primera fila, pero su buen nombre
quedó seriamente dañado, por más que ambos hermanos trataron de correr
una cortina de sombra sobre estos desgraciados hechos.
Este es el personaje, esta su
rápida radiografía pública, una breve semblanza que basta para descubrir
un rostro lleno de luces y oscuridades, pero que fue uno de los grandes
protagonistas de los momentos más cruciales de la historia española, el
comienzo de la Edad Moderna. Publicado recientemente por la profesora
Adelaida Sagarra Gamazo un amplio estudio sobre Juan Rodríguez de
Fonseca, nos parece obligado recordar también a su hermano mayor don
Antonio de Fonseca, el que mereciera figurar en la mayor novela del
siglo entre los héroes más relevantes de nuestra historia, un hombre
valeroso aunque soberbio; contradictorio, visceral, testarudo y
violento, aunque fiel a su señor y a la defensa de los intereses
españoles; en definitiva, un toresano que dignifica la historia de
nuestro pueblo y, seguramente ejemplifica el carácter y la forma de ser
de tantos toresanos.