El 22 de julio de 1645 muere en la ciudad de Toro uno de los personajes
con más poder e influencia en la historia del siglo XVII español: Don
Gaspar de Guzmán y Pimentel, más conocido como Conde-Duque de Olivares
(1587-1645). Su muerte en la ciudad no fue fortuita, dos años llevaba ya
de retiro en Toro desde que fuera apartado de la Corte. Toro sería el
destierro del valido de Felipe IV, controvertido personaje de la
Historia de España.
Consultando los Libros Sacramentales de las parroquias de Toro, nos
encontramos con su partida de defunción, a la que antecedía una “nota
curiosa” (a modo de indicación para que no pasase inadvertida la partida
de un personaje tan notable) añadida por un párroco casi tres siglos más
tarde.
Pasamos a transcribir la partida de defunción localizada en el Archivo
Histórico Diocesano de Zamora:
“En
veinte y dos de Julio de mil e seiscientos y quarenta y çinco annos,
murió en esta Parrochia el excelentisimo señor Conde Duque don Gaspar de
Guzmán, aviendo reçivido
los sacramentos;
dio poder a la excelentísima señora Donna Ynes de Zúñiga, su muger, para hacer
testamento y en él se mandó enterrar en el su convento de Loeches; y dexó por
testamentarios al Cardenal Borxa, Condestable de Castilla, Duque de Medina de
las Torres, Marqués de Leganés y a su mujer y al Padre Juan Martínez de Ripalda.
Y a Joseph González. Y se firma Thomás de Mansilla”
ARCHIVO HISTÓRICO DIOCESANO DE
ZAMORA. Libro de Difuntos de la Santísima Trinidad 227-3, 11, fol. 39.
Don Gaspar de Guzmán y Pimentel nace el 6 de enero de 1587 en la
Embajada de España en Roma, donde su padre era embajador. Era el tercer
hijo de don Enrique de Guzmán y de María de Pimentel y Fonseca, condes
de Olivares, que pertenecían a una rama menor de la gran casa andaluza
de los Medina Sidonia. Al no ser el primogénito, su futuro estaba
destinado a la carrera eclesiástica, y con este fin fue enviado a
estudiar
Cánones a la Universidad de
Salamanca en 1601. Pero la muerte de sus dos hermanos mayores hizo que a
los 17 años se convirtiera en heredero del título y del señorío. Hasta
1607, año en que murió su padre, le acompañó siguiendo a la Corte en
Valladolid y Madrid. Don Gaspar sucedió a su padre a la edad de 20 años
con el título de tercer Conde de Olivares, a partir de ese momento se
retiró a Sevilla para ocuparse de sus dominios. Su infancia en contacto
con la cultura italiana, así como su educación universitaria en
Salamanca serían rasgos que lo diferenciarían de otros nobles. Se casó
con Inés de Zúñiga y Velasco (hija del conde de Monterrey), dama de
honor de la reina Margarita, que le facilitó el acceso a la Corte.
Partida de
defunción del Conde-Duque de Olivares
Retornó a la Corte en 1615 como gentilhombre de la cámara del príncipe (el
futuro Felipe IV) y asistiría, bajo la protección de su tío, don Baltasar de
Zúñiga, a la caída del duque de Lerma, valido del entonces monarca Felipe
III. Aprovechó su cargo para conquistar la admiración y confianza del heredero
al trono, y ascender y protagonizar con su tío el relevo de facciones en la
Corte (influencia y tenencia de cargos de diferentes “bandos” de familias
nobles).
Con el acceso al trono del Felipe IV, Olivares pasó a controlar el
Palacio al recibir los oficios de sumillers de corps en 1621, y de
caballerizo mayor un año más tarde, cargos clave que permitían un acceso
privilegiado al monarca tanto dentro como fuera de la Corte, además de
poder limitar las personas con las que el rey se relacionaba. La primera
vez que Olivares apareció como valido fue en 1623, con ocasión de la
visita del príncipe de Gales. Igual que hiciera su antecesor (el duque
de Lerma) organizó su influencia en la Corte, primero desplazando y
persiguiendo a los miembros de la facción de los Sandoval (grupo de
familias nobles que eran sus adversarios políticos) y utilizando su
cargo para satisfacer las aspiraciones “legítimas” de su casa con
títulos, rentas y tierras.
Pero su actuación al frente del gobierno de la Monarquía contó con un
programa político: inspirándose en el ejemplo de la monarquía francesa
intentará acentuar la centralización. Pretendía recuperar la reputación
para la monarquía y devolverle al rey una autoridad que consideraba
disminuida siendo la primera causa de la decadencia y del desgobierno.
Este plan de reforma perseguía una mejor utilización de los recursos de
sus territorios, que se coordinarían mediante lo que se conoció como la
Unión de Armas, con lo que se pretendía repartir la pesada carga
de la Monarquía, que hasta ese momento sólo había soportado Castilla.
Además se proponía una reforma de la Hacienda y tributación castellanas.
Olivares, así, pretende
reducir los privilegios (fueros) de los “reinos” periféricos: provincias vascas,
Aragón, Cataluña, Valencia y Portugal. La guerra contra las Provincias Unidas
primero, y más tarde con Francia, produjeron una sangría en la hacienda
castellana, con lo que Olivares se ve en la obligación de hacer pagar al resto
de la península. Pero semejante medida es peligrosa ya que la lealtad de esos
reinos periféricos se mantiene en función de su amplia autonomía y su casi
inmunidad fiscal. Efectivamente, el hecho de obligar a los catalanes a servir en
el ejército fuera de su provincia, así como la supresión de los privilegios en
materia fiscal en estos reinos, provocarán la rebelión de Cataluña y Portugal,
que concluirá con la secesión portuguesa.
La oposición al valido irá
creciendo en estos años, al compás que sus exigencias. La rebelión catalana, la
pérdida de Portugal (1640) y del Rosellón (1642) señalan el fracaso de la
política de Olivares. Felipe IV, influido por sus hermanos y su madre, destituye
al valido el 14 de enero de 1643. Éste se retiraría primero a Loeches y poco más
tarde a Toro, donde moría dos años después.
Su primer retiro fue a Loeches,
pueblo situado al este de la provincia de Madrid, donde se dedicaba a descansar
y donde deseaba que lo dejaran morir en paz, pero esa paz no era fácil de
conseguir: en febrero fue difundido un folleto impreso que contenía una serie de
acusaciones contra el Conde-Duque, donde se le hacía responsable de todos los
males de la política española. La respuesta no tardaría en llegar: en mayo
apareció un impreso clandestino que llevaba por título el Nicandro, en el que se
trataba de la defensa de los veintidós años de gobierno de Olivares. La
publicación del Nicandro hizo que al rey no le quedara más remedio que ordenar
al Conde-Duque abandonar Loeches (por la cercanía a la Corte) y trasladarse a
Sevilla o a alguno de sus dominios andaluces.
Olivares, aduciendo que Andalucía
podía acabar con su salud, solicitó permiso para vivir en alguna ciudad del
norte: León o Toro, donde el aire fuera mejor. Al final, la elección del
Conde-Duque recayó en Toro, donde su hermana doña Inés, marquesa de Alcañices,
que acababa de enviudar, le ofreció su palacio. El 12 de junio salió de Loeches,
acompañado por una escolta de cincuenta hombres. Su salud se derrumbaba.
Como tenía prohibido entrar en
Madrid se vio obligado a dar un rodeo, pero su esposa e hijos (aun residentes en
la Corte) y sus allegados salieron de Madrid a verlo. Por fin, el 20 de junio de
1643 llegó a Toro, ciudad que no cabía en sí de albergar entre sus muros a tan
distinguido personaje y que lo recibió con todos los honores. Allí, en casa de
su hermana, en el palacio de los Marqueses de Alcañices (actual colegio del Amor
de Dios), rodeado de su pequeña corte, habría de pasar los dos años que le
quedaban de vida.
Según las fuentes de la época,
recogidas por Marañón en su obra, tenemos constancia de la llegada del
conde-duque a Toro, así como del sentimiento que produjo en la ciudad:
“Llegó a las casas del Marqués de
Alcañices dispuestas para su habitación, y después de haber estado recibiendo
visitas, muy apacible, se retiró. A la tarde fue a visitar a la Marquesa de
Alcañices, y al salir dijo: “Vamos a darle la obediencia a nuestro corregidor”.
Y por no hallarle en casa dejó advertido que le dijesen que había ido a besarle
las manos, y después de haber andado por el campo, paró en las vistas que llaman
el Espolón. Allí llegó el corregidor y le hizo entrar en el coche (...). En una
calle, después de haber pasado, se oyó la voz de un niño que decía: “Vítor al
Conde de Olivares” (...). Poco más adelante salió una vieja de la puerta de su
casa y le dijo: “Sea V.E. muy bien venido a esta tierra”.
MARAÑÓN, G.: El Conde-Duque de
Olivares. La pasión de mandar. Espasa-Calpe, Madrid, 1965, p. 383.
Palacio de los Marqueses de
Alcañices, última morada del Conde-Duque de Olivares
La animadversión que en toda España
le perseguía se disipó en Toro y cambió de signo, transformándose en orgullo y
entusiasmo, ante el honor de tenerle por huésped.
Estas referencias de la época
también dejan constancia de que Olivares solía escuchar misa en el cercano
Monasterio de San Ildefonso, convento de dominicos en el que se le había
habilitado un cancel para asistir a los oficios divinos; y visitar la ermita de
Nuestra Señora del Canto. Por las mañanas, después de sus rezos, iba a varias
iglesias de la ciudad. Paseaba, en su coche o en caballos, por el campo,
generalmente por los altos de Valdeví, y por la tarde, visitaba nuevamente los
monasterios toresanos. En ocasiones también extendió sus piadosas
peregrinaciones a villas vecinas, especialmente si eran de sus amigos los
jesuitas, como Villagarcía de Campos.
Así vivió en Toro el final de sus días, ajeno a los cuidados políticos, sin
embargo, aún le quedaba pasar un duro trance: la expulsión de su mujer, la
condesa, y sus hijos de la Corte, donde se habían quedado ejerciendo sus oficios
en Palacio. La condesa y sus hijos serán enviados a Toro a acompañarle en
octubre de 1643.
El final se acercaba. Estaba
Olivares cada día peor, se fatigaba de andar sólo unos pasos. Su cabeza decaía
por momentos, y a ello se unía un sentimiento de “miserable congoja, deshonra y
pesadumbre”. Hacia mediados de julio de 1645 su enfermedad entró en el trance
final y murió el día 22 de muerte natural, pero la leyenda que rodeaba su vida
no podía desaparecer, por lo que corrieron varias hipótesis para dar emoción a
su muerte, entre las que se encuentra el envenenamiento (veneno contenido en una
carta que procedía de la Corte).
La realidad de los últimos días del
Conde-Duque parece, sin embargo, que fue bastante más mundana. El 15 de julio se
sintió indispuesto mientras se hallaba en el campo y tuvieron que llevarlo de
nuevo a casa. Aquella noche su conversación se volvió del todo incoherente,
quedando de manifiesto que su cabeza ya no regía como era debido. Durante
aquella última semana de su vida se le oyó divagar confusamente. Los doctores de
Toro y el eminente médico don Cipriano de Maroja, que fue llamado a toda prisa
de Valladolid, no pudieron hacer remitir la fiebre y el delirio, y murió a las
nueve o las diez de la mañana del sábado 22 de julio de 1645, a los cincuenta y
ocho años de edad.
“Tuviéronle a la vista del pueblo
el día siguiente, lunes 24, en una sala muy grande; y en ella había tres altares
y la cama, donde estaba el cuerpo, arrimada a la pared, debajo de su dosel. La
colgadura de la sala y la almohada que tenía debajo de la cabeza eran de una
materia muy rica; enviósela, hará tres meses, el Duque de Medina de las Torres,
su yerno (...). Estaba el cuerpo sobre un paño de brocado, con calzón y ropilla
de tela nacarada y oro; bota blanca y espuela dorada; de armas muy relucientes;
bordado sombrero blanco con cuatro plumas leonadas; manto capitular de
Alcántara, y el bastón de general. Así le tuvieron hasta las doce de la noche y
le llevaron a la iglesia de San Ildefonso, donde le pusieron en una caja de
terciopelo negro con galones de oro y clavazón dorada. Estuvo metido en la misma
tribuna donde siempre oyó misa. Cubriéronla y colgáronla toda de bayetas,
asistiendo de noche y de día, sin faltar un punto, 12 criados con capuces y
hachas amarillas en las manos y cuatro religiosos por la parte de afuera; y en
todos los altares incesantemente diciéndose misas y responsos de todas las
religiones que hay en aquella ciudad, por su alma; y también asistido del
Cabildo de la Santa Iglesia Colegiata. Estuvo así hasta el sábado 29 de julio,
que se esperó la orden de S.M. para poderlo llevar a su enterramiento de la
villa de Loeches (...)”
MARAÑÓN, G., Op. Cit. Pag. 404.
Estuvo depositado el cadáver del
Conde-Duque en la iglesia del monasterio de San Ildefonso de Toro, donde se le
cantaron constantemente misas, a la espera de que llegara el permiso del rey
para trasladarlo a Loeches, donde debía ser enterrado en el panteón familiar,
según vemos que figura en la partida de defunción. Se retrasó el entierro tantos
días porque el Corregidor de Toro cumplió con rigor la prohibición de que
Olivares, ya difunto, abandonara la ciudad. A finales de julio partirá de Toro
el cortejo fúnebre que no llegará a Loeches hasta el 10 de Agosto.
Hemos repasado, de esta manera, los
últimos meses de vida del Conde-Duque de Olivares en Toro, pero no queremos
concluir sin transcribir la reseña de la vida de Olivares que hace el párroco de
la Trinidad en mayo de 1901, que ya adelantamos que precedía a su partida de
defunción. Aunque con algún error (como la fecha de llegada de Olivares a Toro),
representa una síntesis de la vida de este personaje y la opinión generalizada
que la historiografía ha tenido de él.
“Nota curiosa: El Conde Duque de
Olivares Don Gaspar Guzmán y Pimentel nació en Roma el día seis de Enero del año
de mil quinientos ochenta y siete. Fue hijo de Don Enrique de Guzmán, Embajador
en la (Ciudad Eterna) Roma: estudió, hizo su carrera literaria en Salamanca para
eclesiástico y la muerte de un hermano le hizo cambiar de intento. En mil
seiscientos quince años fue nombrado Gentil-Hombre del Príncipe, llamado después
Felipe cuarto; conquistó las simpatías de éste, favoreciendo sus vicios y llegó
a adquirir tal ascendiente sobre él, que sostuvo contra todos los políticos su
privanza por espacio de veintidós años. Era hombre de gran talento: empezó por
corregir aparentemente desmanes, que después resultaron injusticias y personales
venganzas. Fueron víctimas de su odio el Gran Duque de Osuna y Rodrigo Calderón,
su protector. Recargó el Estado con cuatrocientos cincuenta dos mil ducados;
desmembró Portugal y Cataluña; se formó un partido para quitarle la privanza del
Rey, a cuya cabeza se puso la Reyna, y en diez y siete de enero de mil
seiscientos cuarenta y tres, el Rey de su puño y letra dióle permiso para
retirarse de los negocios públicos.
Fue primero a Loeches, después a la
Ciudad de Toro y paseaba por Baldeví; fue hospedado en el Palacio del Marqués de
Alcañices o Duque sexto, sito en la plazuela de Santo Domingo, comprado después
por Don Tomás Belesta y Cambeses, obispo de Zamora, que hoy tienen en usufructo
las hermanas del Amor de Dios. Quisieron llevarle al cadalso, y se cree, que
para evitar mayor ignominia y fin trágico, fue envenenado por su propia familia.
Murió a veintidós de julio de mil seiscientos cuarenta y cinco e hizo su entrada
en Toro en veinte de junio del mismo año. Recibió los Santos Sacramentos. Lo
demás como está en la partida de defunción. Toro primero de mayo de mil
novecientos uno. El párroco de la Santísima Trinidad de Toro: Antonio Pérez
Cuesta.”
Para saber más sobre el Conde-Duque de Olivares:
- ARTOLA, M. (dir.): Enciclopedia de Historia de
España, Vol. 4. Alianza Editorial,
Madrid, 1995.
- BENNASSAR, B. y otros: Historia Moderna. Akal,
Madrid, 1980.
- ELLIOTT, J.H.: El conde-duque de Olivares. Crítica,
Barcelona, 1990.
- MARAÑÓN, G.: El conde-duque de Olivares. La pasión de
mandar. Espasa-Calpe,