¿En qué momento se sufrió la gran derrota del sexo
femenino?
Cuando la Gran Diosa Madre tribal se dejó arrebatar
el poder, subyugó a todo el género femenino bajo el poder del Dios
macho.
La Diosa dadora de vida que contenía en su útero todo
el misterio del universo, es suplantada precisamente por esa razón: su
actividad reproductiva le crea una total dependencia del macho para
subsistir. El respeto y equilibrio con la Naturaleza propuestos por las
religiones matriarcales, son sustituidos por la depredación y la guerra
del gran Dios masculino. No contento con la usurpación, la Diosa es
demonizada con la llegada de Yahvé y la mujer es señalada como culpable
de todos los males del mundo.
“Bendito sea dios que no me hizo mujer” (Plegaria
judeocristiana)
Si las religiones son el reflejo de las sociedades en
las que se desarrollan, acabamos muy mal paradas. El sexo femenino
pierde cualquier tipo de protagonismo para aparecer en segundo plano,
como la servidora del gran dios macho.
Desprestigiada por todas las religiones, se convierte
en una propiedad privada. Es vendida por el padre al marido que la exige
virgen para estar seguro de perpetuar sin dudas su herencia.
Se ha de esperar al siglo XIX y a la aparición del
maquinismo para que el Socialismo Utópico de Saint-Simón, saque a la
mujer de su papel único y exclusivo de madre y esposa, para proclamar su
igualdad. Pero los socialistas sólo tienen en cuenta a la mujer obrera
que ha conseguido una cierta independencia económica como productora en
las fábricas. Ignoran a la mujer burguesa y la ven como una bestia de
lujo, mantenida por el hombre; una mujer que ha de romper sus ataduras
doradas ella sola, sin una utópica revolución que la apoye.
Pero la triste realidad era que la condición de la
mujer trabajadora, obrera, distaba mucho de ser igual a la de sus
compañeros: eran contratadas porque trabajaban mejor y más barato.
Y todo sigue igual. Esa independencia económica y
dadora de libertad subyuga más a la mujer, que ha de sacrificar su
tiempo de ocio en aras de la familia, y que muchas veces la obliga a
elegir entre independencia y maternidad.
Asegurar la perpetuidad de la especie es una carga
muy dura porque el hombre no se hace cómplice, no es un compañero: la
mayoría de las veces es un contrincante. Lo que debería ser una
responsabilidad social, recae enteramente sobre los hombros cansados de
una mujer que es parte esencial en la producción capitalista, pero que
se convierte en una carga cuando decide procrear.
Es la contradicción del sistema económico actual:
¿cómo obtener mano de obra, población activa que sostenga el estado del
bienestar, si la mujer se convierte en prescindible, laboralmente
hablando, cuando decide tener hijos?
Cada vez es menos atractiva la maternidad para las
mujeres porque las obliga, bien a someter su vida al hogar y estar
relegada a un segundo plano, o bien a sacar fuerzas de flaqueza y ser
mujer trabajadora, ama de casa, madre y reposo del guerrero.
A todas nos cubre un burka que impide que el hombre
nos mire a los ojos y se avergüence, un burka que no deja que vea en
nuestra mirada de lo que somos capaces y siente miedo. Por eso nos
manipula: nos da el derecho al voto para que elijamos qué hombres nos
gobernarán; el derecho al aborto para después acusarnos sin tener idea
de lo que hablan; y el divorcio para su conveniencia cuando no le
importa deshacerse de la carga familiar. En el caso contrario, cuando el
varón no desea la separación, simplemente aplica la ley del más fuerte:
más de 100 mujeres asesinadas cada año por sus compañeros
Y nos cubren porque nos temen, y nos temen porque no
saben nada de las mujeres, no nos conocen e intuyen que nosotras sabemos
todo sobre ellos: los hemos parido, les hemos curado las heridas,
conocemos sus temores infantiles y les hemos visto llorar.
Saben que “la
mano que mece la cuna al final dominará el mundo”.