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HACER DE TORO LA BARCELONA DE CASTILLA ACERCA DE LAS PROHIBICIONES DEL CARNAVAL EN TORO EN LA SEGUNDA MITAD DEL SIGLO XVIII
Bernardo Calvo Brioso
“Señor: En obediencia de lo que Vuestra Ilustrísima se sirve mandarme, debo informar que las Máscaras que acostumbran en esta ciudad [Toro] se reducen a que quince o veinte días antes de Carnestolendas, suelen juntarse cuatro, seis o más personas después de anochecido, se van a alguna casa en que discurren pueden gustar de diversión y entran diciendo que hay máscara, les tocan algún instrumento y bailan, y pasan así la noche. Con este motivo, en las casas que gustan de esta diversión tienen algún instrumento y puerta abierta, para que, oyéndola, las máscaras entren las noches siguientes. Y son tantas las casas en que hacen esto que no queda caballero, mercader y oficiales de otras facultades que tienen mediano pasar que no estén con la disposición de recibirlas. Y esto continúa todas las noches hasta la última de Carnaval, pero con más concurrencias las noches de días festivos y los jueves que llaman de compadres y comadres y la mayor confusión en las tres noches últimas. Es tal el desorden en éstas que no suele quedar mujer casada ni soltera que no se disfrace y corra cuantas casas las admiten, sin distinción de gentes, porque lo mismo se disfrazan las personas de primera distinción que todas las demás clases, hasta los pobres labradores más infelices. Los disfraces suelen ser muy ridículos, porque, a excepción de caballeros, mercaderes y oficiales de algún regimiento que haya a la sazón, que éstos llevan sus caretas, los demás, y especialmente mujeres, cubren el rostro con alguna redecilla o lienzo, y suelen las labradoras o gente común buscar vestidos de señoras y éstas vestir de labradoras. Y si al mismo tiempo concurren muchas máscaras en una casa es tal la confusión que unos piden les toquen fandango, otros minuet, otros contradanza; y ni hay diversión ni orden. Los inconvenientes son que las mujeres suelen vestir de hombres y éstos de mujeres; que las mujeres casadas (prescindiendo de otros siniestros fines) por sola la curiosidad, salen contra el gusto de sus maridos, de que resulta la falta de paz entre ellos; las solteras sin el consentimiento de sus padres, y faltándoles a la obediencia y lo mismo con muchos hijos, y casados contra el gusto de sus mujeres. En mi tiempo no ha sucedido muerte, pero raro es el año que no haya cuchilladas, o golpes de garrote, arma de que usan los labradores. Y aunque tengo noticia de algunos casos particulares, es sólo por oídas, porque los mismos heridos, por ocultar sus excesos, no dan queja ni se hace judicial […]”. Este documento es, cronológicamente, el primero de una serie de ellos, conservados en la Secretaría de Cámara del Obispado de Zamora, referentes a las actuaciones de los prelados zamoranos en la segunda mitad del siglo XVIII y principios del XIX tendentes a erradicar la celebración de los Carnavales en toda la provincia y especialmente en Toro y, en menor medida, en Zamora. Se trata del informe que D. Manuel de Arana, sacerdote de Toro, el día 30 de diciembre de 1768, dirige al obispo de Zamora, D. Antonio Jorge Galván, a petición de éste.
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En carta de 28 de enero de 1783 dirigida a Jerónimo Manzano, Bernardo Samaniego indica la estima tenida al anterior Corregidor, “ya fallecido” y le pide que, para evitar lo que ocurrió en el carnaval de 1781 y cumplir lo mandado por el rey, vaya poniendo los medios, pues ha “oído piensan ya en esa diversión algunas personas”. Esta información le viene dada por sacerdotes de Toro, como sucede con la carta enviada por D. Francisco Ruiz al obispo de Zamora el 31 de enero de 1783: “me consta salen de noche algunos disfraces o máscaras a deshora y lo más sensible me es ser mujeres algunas, y considerando que, si esto es ahora, puede en tiempo de Carnestolendas llegar a mucho desorden”. Y le llama la atención que esto suceda en un tiempo de grave crisis económica y social: “Me admiro de saber estas cosas viendo el pueblo que está en una pura infelicidad o miseria”. Así que el obispo D. Manuel Ferrer, al día siguiente, vuelve a dirigirse al nuevo Corregidor de Toro, Pedro López Cañedo, para que tome medidas con el fin de evitar las mascaradas. El Corregidor le contesta el 3 de febrero alegando que ya ha publicado bandos prohibiéndolas, y que, con su Teniente, van a estrechar aún más las providencias “ya por cumplir con la obligación de su empleo, como por obedecer los preceptos de Vuestra Ilustrísima”. Lo que también le ratifica que hará Bernardo Samaniego en otra carta también del 3 de febrero, “haciendo se echen bandos con la solemnidad de tambores y también la de hacer las rondas correspondientes”. Si se mitigaron los excesos de los Carnavales fue por poco tiempo, pues el 12 de enero de 1788, el nuevo corregidor de Toro, Diego Faustino Rodríguez, dirige una carta al Conde de Campomanes, Gobernador del Consejo de Castilla, en la que le cuenta su fracaso en la lucha por acabar con los Carnavales en Toro: “En los dos años que he tenido el honor de servir este Corregimiento, he procurado con todo desvelo desterrar el abuso mal permitido que había en esta ciudad de andar disfrazados y enmascarados por las calles a todas las horas del día y de la noche muchos sujetos de ambos sexos, […] y he podido lograr que los ciudadanos obedientes a mis providencias hayan cesado en sus desenvolturas, a excepción de algunos otros, que, unos a la sombra de militares y otros a la de ricos y pudientes y de empleos distinguidos, no se han contenido en usar y que se use en sus casas de semejantes disfraces tan perjudiciales, que a título de máscara profieren proposiciones nada decorosas y toman ocasión para sonrojar a cualquiera …”. Por ello le pide que le comunique “la orden que sea de su mayor agrado […] que hará temer a los que con tanto abandono han permitido en sus casas tales disfraces y a los que han usado de ellos”. Y quince días después, le dice en carta al obispo de Zamora, D. Antonio Piñuela, lo que él está haciendo por erradicar el Carnaval, así como el recurso al Conde de Campomanes. Tampoco surtió efecto, pues el 4 de febrero de 1792, el nuevo Corregidor de Toro, D. Juan Bautista Font, contesta a una carta anterior de D. Antonio Piñuela, en la que éste pedía más medidas para prevenir los excesos del Carnaval que se aproximaba y no ocurriera lo del año anterior. Juan Bautista se defiende que él echó bandos y edictos con amenazas y ordenó que hubiera rondas, pero concluye: “El quitar la diversión de bailes honestos en las casas en las tres noches de Carnaval, lo tengo por sumamente dificultoso y expuesto, porque me acuerdo que en el año anterior los hubo en casa del Señor Intendente [máxima autoridad en Toro; en ese año D. Manuel Bocalán Manrique de Lara] y en otras de distinción, bien que me parece no se permitió entrar máscara alguna a bailar, noticioso de mi bando publicado y, si lo consintió, que lo ignoré, no debo aprobarlo…” Ya dijo todo: era sumamente dificultoso y expuesto meterse con quienes podían hundir su carrera y tenían más poder que él. Ante esto debió de renunciar el Sr. Obispo a partir nuevas lanzas, pues no constan más instancias suyas. Será el 26 de enero de 1807 cuando veamos a un nuevo obispo, D. Joaquín Carrillo Mayoral, dirigirse a D. Francisco de Orcasitas, en Valladolid, clamando contra los “escándalos” del Carnaval de Toro y de los juegos de suerte en la feria de Botijero de Zamora y rogándole que dé ordenes que acaben con esta situación: “Yo imploro humildemente su protección, pidiéndole que dé ordenes más estrechas, a fin de que se evite el mal y se cumplan las Reales intenciones desterrando tales abusos…”. Y Orcasitas el 1 de febrero le contesta diciéndole que ya le ha dado esas órdenes al Corregidor de Toro. Más valía que el obispo Carrillo hubiera hecho caso al subdiácono de Toro, Anselmo de Isla, cuando en carta de 31 de diciembre de 1805, después de contarle todo lo que se había hecho por acabar con el Carnaval en Toro, incluso meter a muchos en la cárcel (lo que ocasionaba más disturbios), concluye que era mejor tolerarlos que suprimirlos. Porque los Carnavales siguieron y siguen.
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