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FIGURA Y GENIO DE ROCINANTE[1]
Justino Pollos Herrera*
Por poco avisado que uno fuere, la reiterada o somera lectura del Quijote hace darse cuenta de que el caballo famoso, al que “oprimió el lomo y rigió el freno” el Hidalgo manchego, es una de las capitales figuras de la novela inmortal, un personaje cuya singularidad equina ha pasado al universo literario. Cervantes le cita muy concretamente en veintiocho de los capítulos del libro, con tantas alusiones a su caracterología y rasgos somáticos que sorprende a primera vista que, hasta el año 1921, no se hiciera un loable intento de estudiar la personalidad de Rocinante como équido entre los numerosos comentaristas y glosadores de la novela. Cervantes trata a este mísero caballejo, a través de esos capítulos, como a una de sus más entrañables criaturas de ficción; pero… ¿fue Rocinante sola y totalmente hijo de la fantasía creadora del autor? Si de los personajes del Quijote se ha planteado la crítica del problema de dónde se inspiró Cervantes para crearlos, posición erudita basada en el realismo cervantino a la que debemos valiosos resultados, también habrá de estar dentro de ese problema el de la posible filiación real de este caballo inmortal. No es extraño que no lo hayan planteado o siquiera aludido en las glosas al Quijote la pléyade de ilustres comentaristas del libro, de Pellicer a Astana pasando por el maestro Rodríguez Marín; la tarea de rastrear las raíces reales que tuviera Rocinante competía más bien a un cervantófilo que fuere a la vez profesional pecuario. Indudablemente Rocinante es el trasunto de un caballo que tuvo existencia real en alguno de los avatares de la vida de Cervantes, que lo vio y revió en alguno de los lugares donde posó o por los que pasó en su vida: ¿Esquivias?... ¿Argamasilla?... ¿Alguna de las ventas o mesones del camino real de Andalucía, por los que transitó? Y lo vio Cervantes en su juventud, edad en que la vida nos hace ver siempre las cosas con optimismo vital, chocándole la vitola del animal; mas por haber escrito el Quijote en la edad madura, el poso amargo que el fluir de su asendereada vida dotó a su espíritu, junto con el nativo humorismo de Cervantes, desfiguró la originaria imagen chocante y mezquina del équido, nimbándole el autor de una conmiseración no exenta de ironía. A pesar de esto, en el Rocinante de la novela aún perduran rasgos y cualidades que permiten delinear su figura harto menguada como cabalgadura del Hidalgo de Ensueño. Tal como nos lo presenta el libro aparece como un caballo de poca alzada, pues del episodio del manteamiento de Sancho y del ardid de la criada de la venta al dejarle colgado a Don Quijote por la ventana del pajar, se puede estimar que tendría uno o dos dedos sobre la cuerda, o marca de siete cuartas de estatura; esto coincide con la calificación de “rocín” con que lo expresa Cervantes. No debía ser muy viejo el animal, de 14 a 16 años, si consideramos que conserva su resistencia para hacer largas caminatas tanto por Campo de Montiel como hasta Aragón y Barcelona. Por comer poco estaba flaco y metafísico, y por eso tenía el espinazo y los cuadriles salientes y los ijares hundidos (trasijado); era caballo entero, según la malaventura que le dieron los yangüeses, por haber “salido de su natural paso y costumbre” para intentar “refocilarse con las señoras facas”. Debió ser un equino de proporciones corporales alargadas o longilíneas, si se considera la longitud de su pescuezo que al cruzarle sobre el rucio “le sobraba más de media vara”, y, sin duda, tendría el belfo algo caído, como caballo de Castilla. Tenía “más tachas que el caballo de Gonela”, aunque la más ostensible y única que puntualiza Cervantes, desde el punto de vista albeiteresco, eran los “cuartos” o hendiduras en los cascos, que los tenía en los cuatro remos y en número superior a ocho, según juega el vocablo refiriéndolo al real de vellón, moneda de entonces. Pero Rocinante tenía por amo a un hidalgo de galgo corredor y amigo de la caza; era, pues, un caballo de cazador de liebres inveterado. Por esto tenía la bestia también otros defectos o tachas deducidos de esta condición y propios de todo caballo algo viejo que haya corrido muchas liebres, que le hacían tropezar con más frecuencia que la que sería de desear: era “abierto de pechos”, defecto al que deben achacarse los tropezones. Debía ser asimismo mal aplomado de remos, a juzgar por lo fácilmente que cae ante las pedradas de los galeotes o ante el atropello de que es víctima en la aventura de los cerdos, así como en la de los toros bravos; defecto que es confirmado por la dificultad de andar por las asperezas de Sierra Morena. La facilidad para caer se achaca, pues, a la tacha de ser nuestro rocín “remetido de brazos” y “zancajoso” que, junto con ser “abierto de pechos”, le impedían ejecutar una locomoción correcta de corcel; por esto era “pasicorto”, y sus galopes más bien “trotones declarados”, ya que “carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia que jamás diera Rocinante”. Tampoco debió ser de buena raza, pues “rocín”, según Covarrubias, lexicógrafo de la época cervantina, “es el potro que por no tener edad o estar maltratado o no ser de buena raza no llegó a merecer el nombre de cavallo”. Sería un matalote, endeble y flaco, de esa indefinida raza castellana, puesto que si hubiera sido de raza andaluza hubiera tenido la cualidad de ser brioso, que no posee Rocinante. Nada nos dice Cide Hamete, autor de esta verdadera historia, acerca del color del pelo, o “capa”, del rocín; sólo habida cuenta de tratarse de un caballo castellano, y de datos de su caracterología (melancólico, flemático…), sospechamos que Rocinante debió ser negro morcillo o tordo muy claro casi blanco, según las ideas reinantes en la albeitería de la época, ya que “el blanco de nación es flemático y el morzillo es malencónico” (LIBRO DE ALBEYTERIA, de López de Zamora, 1571). Por otra parte la interpretación iconográfica de Rocinante le ha pintado de uno de estos dos colores en su capa, a través de los más destacados ilustradores: Gustavo Doré le dibuja de color blanco, Muñoz Degrain, Moreno Carbonero, Álvarez Dumont y Maeztu le pintan de color oscuro morzillo o peceño. La novela también pone en escritura las cualidades, el genio, el temperamento, la etopeya de este caballo, de personalidad muy singular en la literatura universal; el Caballo de la Triste Figura es, como su amo, de noble condición (“bien acondicionado”), fiel a su dueño, del que no se separa en las caídas de sus aventuras, en algunas de las cuales, “ si tuviera lengua con que quejarse, a buen seguro que ni Sancho ni su amo le fueran en zaga”. Su fidelidad y sociabilidad se extienden a su congénere equino, el rucio. No era nada “rijoso”, sino “honesto y bien mirado”, aunque en otro tiempo hubo de padrear a las tres yeguas del Hidalgo que pacían en el prado concejil de su pueblo. Retirado del oficio de semental, quizá por la edad, conserva todavía la virilidad para resentirse y “tornar a oler a quien llegaba a hacer caricias”. Estaba bien enfrenado y obedecía presto a la espuela, salvo en contadas ocasiones, como en la de los galeotes. Por su condición de mansedumbre se espanta rara vez, como ante la extraña visión del moharracho de la Carreta de las Cortes de la Muerte, reaccionando con sensibilidad de équido normal al estruendo de los batanes o al manojo de aliagas de Barcelona. Es querencioso a su cuadra y a su lugar en cuanto le dejan a su voluntad, y si no brioso, anda ligero y orgulloso, y aún parece “que le hubieran nacido alas” al espolearle su caballero. Y siente la alegría y la libertad de campear, que exterioriza con relinchos, al verse de nuevo en el campo al que estaba tan avezado por sus hábitos de caballo de cazador.
No era caballo de “sangre”, más de temperamento flemático y melancólico, aunque conservara sus atributos de virilidad decadente; por aquello soportaba con paciencia las desdichas que compartía con el Ingenioso Hidalgo, que lo tenía por “la mejor pieza que comía pan en el mundo”, pese a que Sancho tasara al animal en menos de la mitad de su valor, al manifestar al del Verde Gabán que su asno “valía dos veces más que el caballo de su amo”, por el cual no le trocara ”aunque me diesen cuatro fanegas de cebada encima”. La cebada en tiempo de Cervantes valía a razón de unos 6 ó 7 reales la fanega; así pues, Rocinante no valdría arriba de treinta reales de vellón, justiprecio de Sancho que debía de estar en relación con la edad y tachas del rocín, especialmente los “cuartos”, que “hazen baxar al animal mucha parte de su valor”, según el famoso albéitar Francisco de la Reyna, contemporáneo de Cervantes.
¿De dónde llegó a manos de don Quijote este famoso rocín? Según el soneto de los versos preliminares fue a poder de don Quijote por pecados de flaqueza; lo adquiriría barato el Hidalgo para sus aficiones de cazador y para beneficiar a sus yeguas. No pudo comprar bestia de mejor calidad porque los dineros que hizo vendiendo muchas hanegas de tierra de sembradura los empleó Alonso Quijano en los malhadados Libros de Caballería. No podemos colegir a manos de quien vino a parar este mísero equino a la muerte de su amo y señor; Cervantes no nos da puntual relación del destino de Rocinante en el testamento del Hidalgo. Su Sobrina y Ama lo malvenderían a cualquier trajinante que pasara por el camino real, que lo compraría para aprovechar el cuero, viniendo la muerte a liberar de sus desdichas a este Caballo de la Triste Figura, que ha alcanzado la inmortalidad por la gloria de haber sustentado sobre su lomo escuálido al Caballero del Ideal. [1] Reproducimos el siguiente artículo publicado en la revista Trabajos y Días, nº 11, Salamanca, 1949. * Justino Pollos Herrera (1907-1996), natural de Tordesillas, realizó sus estudios de Veterinaria en León. Destinado en el Servicio Provincial de Ganadería de Zamora, donde ejerció como Jefe Provincial de Ganadería, destacó por sus campañas contra la tuberculosis bovina, la brucelosis o la peste porcina. Gran defensor de las razas autóctonas, obtuvo diversos premios por su labor de investigación y divulgación ganadera. Hombre de extensa cultura, colaboró en El Correo de Zamora y un año antes de jubilarse, en 1976, presentó en la Facultad de Veterinaria de Madrid su tesis doctoral titulada Las cabalgaduras de D. Quijote y Sancho, preocupación cultural, que como muestra este artículo que reproducimos por gentileza de su hija Tránsito Pollos Monreal, venía de mucho tiempo antes.
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