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PRIMEROS RECUERDOS DE TORO
Concha Miguel López
Hace muchos años que quedaron grabados en mí memoria los primeros encuentros con la hermosa ciudad de Toro. Calles estrechas, palacios, fachadas blasonadas, centenarios llamadores en los portones, preciosas rejas en los balcones, todo rezumando historia. Pasear por la zona antigua siempre me ha parecido una experiencia única. Cuando yo era pequeña aquí estaban mis abuelos maternos y de vez en cuando veníamos a visitarles, más bien a echarles una mano cuando era época de vendimia o se recogían las cerezas a principios de verano. Primero tomábamos el tren desde la estación del Norte a Medina del Campo, hacíamos un trasbordo interminable, esperábamos dos o tres horas, y en un tren con asientos de madera y traqueteo infernal llegábamos a Toro, cansados, pero felices. Y luego, faltaba casi lo más emocionante: subir desde la estación de Toro en una especie de autobús bastante viejo, que nos dejaba en la plaza de Santa Marina. Cuando bajábamos a la finca en el carro de madera, tirado por las mulas Mora y Torda, muy temprano, camino de la Marinacea, el camino era largo. Bajábamos por el puente de piedra todos subidos en el carro, y cuando llegábamos a la finca todos teníamos que empujar para que subiera la última cuesta. Allí estaba la josa: almendros, cerezos de mayo, selvos, melocotoneros, guindas de tomatillo, garrafales, uvas de diferentes variedades y, al final del camino lleno de almendros, que partía la finca en dos, estaba la fuente de la Marinacea, hermosa fuente de agua cristalina, por desgracia desaparecida. ¡Aquello era el Paraíso! En una casa de adobes dejábamos a los animales descansar y empezábamos el trabajo. Con escaleras de madera íbamos cogiendo las cerezas, al tiempo que las comía con avidez, por la falta de costumbre y mi abuelo me decía: “¿pero cuando llenas la cesta guindera?” “Abuelo, cuando llene la barriga”. De fondo siempre estaban los cánticos de mí abuela María Rosina que tenía mucha afición por cantar. Cuando llegaba la hora del almuerzo, aquello era una fiesta, sentados sobre una manta compartíamos la tortilla, los pimientos, el bacalao con pisto, los torreznos, el queso y el chorizo, con aquel pan de polea, y un poco de vino tinto, (mientras nos dejaban mojar los labios), aquel vino que hacia mi abuelo Marcelo, gloria bendita. Por la tarde regresábamos cansados y sucios, pero muy contentos y cuando el carro llegaba a la Bardada, cantábamos el Tío Babú, deseando llegar a casa, para refrescarnos. Como recuerdo profundo en mi memoria, la ciudad desde el río, al atardecer, las vistas de los tesos recortando la ciudad, el puente majestuoso, esos tonos dorados que me hacían soñar tantas veces con países lejanos y encantados.
Regresábamos de nuevo a Madrid en espera de que llegasen las próximas vacaciones.
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